crónica de mi primera experiencia, casi abuso, sexual
La había llamado porque quería conocerla. Aquella mañana lo primero que se me vino a la cabeza cuando desperté fue: “Hoy es el día”. Sabía en qué me iba a meter, sin embargo no dudé en marcar su número, ni lo pensé dos veces para pedirle que venga. Karen, por supuesto, aceptó la invitación y luego de colgar, recordé el sueño que había tenido. La había llamado porque estaba excitado.
A Karen la conocí una noche en unas cabinas de internet en el centro de Trujillo cuando por un descuido dejó su MSN abierto. Cuando ocupé aquella computadora me di con una gran sorpresa al husmear los mensajes llenos de fotos pornográficas que guardaba en su bandeja. Por mis apenas 15 años, me parecía increíble las hazañas que realizaban aquellas personas. Las páginas que visitaba hasta ese entonces quedaron ridiculizadas frente a todo lo que veía. Casi por reflejo la agregué a mi lista de contactos para un previsible encuentro futuro.
Pasó un poco más de cinco meses para despertar excitado y llamarla. Hasta el día anterior solíamos conversar por teléfono, chatear, ‘jugar’ con la webcam, digamos que todo lo que hacen dos personas que se conocen sin saber nada de su pasado, sin estar expuestas a chismes ni habladurías, sin preocuparse por quien los pueda descubrir y sobre todo sin responsabilidades una con la otra. Sin embargo algunas cosas estarían por cambiar aquel día.
La tarde pasaba como si fuese domingo, como si le gustara jugar con mi nerviosismo. Un viento fresco entraba por mi ventana, desde la cual divisaba una que otra persona, pero no a ella. Asustado, intranquilo y bien talqueado, decidí dar marcha atrás, llamarla y decirle que no estaba en mi casa, que tenía clase de recuperación, que tuve que salir con mi mamá, que mi gato se puso mal y estoy en el veterinario, o cualquier otra cosa con la que pueda escapar de ese suplicio, sin embargo reaccioné tarde. Por la esquina doblaba un cuerpo femenino que se acercaba a mi casa.
Nunca invité a un desconocido a casa, salvo para las fiestas de cumpleaños en las que mi mamá era la que realmente invitaba a medio mundo en mi nombre. Nunca llevé a un desconocido y menos una desconocida, mayor de edad, de pantalones ceñidos, con tacos altos para disimular su metro cincuenta y un top que le cubría lo necesario pero no lo suficiente para mantenerme tranquilo. Karen, a diferencia de mí, sabía exactamente para lo que había llegado.
El tiempo y espacio estaban a mi favor, no había nadie en casa. Vernos por primera vez no ocasionó mayor sorpresa en ambos por lo que subimos de frente a mi habitación que estaba impecable, con un orden esmerado y sin polvo por el momento. La conversación no pasaba de “¿Cómo has estado?” “Bien ¿y tú?” “Pues bien, me da gusto conocerte.” “Sí a mi también… ¿Quieres sentarte?” Esta última pregunta fue la del millón, pues no se sentó en una de las dos sillas que tengo en mi cuarto. Caminó hasta mi cama. Yo la seguí y me senté a su lado.
No conversamos mucho, tampoco era importante. El problema estaba en quién daría el primer paso. Fue hasta entonces que entendí en que terminaría ese encuentro. La habitación con seguro, las cortinas previamente cerradas, ambos sentados muy pegados en la cama; era obvio que no íbamos a jugar monopolio esa tarde. Le sugerí, tontamente, que se echara en la cama, que no había problema. “No creo que entremos los dos” me dijo. Le demostré que estaba equivocada y ella me demostró lo salvaje que es para besar. Cuando llegué a comprender lo que pasaba ya era demasiado tarde para detenernos; nos enredamos de tal forma entre las sábanas que se hacía difícil separarnos.
Susurraba, gemía y, vale decir, también fingía, pero no me excitaba. Me parecía que lo que hacia estaba mal, que no debía tener sexo de esa manera, no salvajemente, no con ella, no en mi cama. No podía disfrutar ese momento. Ella por el contrario parecía gustar del chibolo virgen y su inexperiencia, de su torpeza para besar y desenvolverse en una cama, de su poca habilidad para sacar y sacarse la ropa. Dicen que los hombres no pueden fingir, que ese don sólo lo tienen las mujeres para engañar a sus amantes, para hacerlos sentir seres potentes y no ridiculizarlos, o para ponerle emoción a la faena. Pero esa tarde yo fingí. Fingí besar salvajemente a pesar que ya tenía adormecido los labios, fingí que me excitaba las palabras que me decía al oído y que me encantaba escucharla gemir; y fingí, sin saber hasta hoy si lo hice bien, una cara placer.
Todo tiene su fin, en este caso tenía que consumarse, pero yo me palteaba comprar una cajita de condones. No me quedó otra opción que romper el momento y negarme a pesar que ese pequeño detalle –la ausencia de condones – a ella no le importaba. Nos quedamos echados en la cama, como hermanitos, la habitación estaba oscura, una raya de luz del poste entraba por el filo de las cortinas e iluminaba parte de la cama. “A los 14 con mi primo. Compramos una chata de ron y vimos unas pornos. No pude resistir la tentación, tú sabes que la carne es débil”, me contestó cuando le pregunté acerca de su primera vez. Desde entonces ha perdido la cuenta. Sabe con cuantos lo ha hecho, pero no sabe cuántas veces lo ha hecho. Todo eso le ha permitido que conozca nuevas técnicas en el arte del calentamiento corporal que pronto me las ira enseñando, me prometió.
A Karen la conocí una noche en unas cabinas de internet en el centro de Trujillo cuando por un descuido dejó su MSN abierto. Cuando ocupé aquella computadora me di con una gran sorpresa al husmear los mensajes llenos de fotos pornográficas que guardaba en su bandeja. Por mis apenas 15 años, me parecía increíble las hazañas que realizaban aquellas personas. Las páginas que visitaba hasta ese entonces quedaron ridiculizadas frente a todo lo que veía. Casi por reflejo la agregué a mi lista de contactos para un previsible encuentro futuro.
Pasó un poco más de cinco meses para despertar excitado y llamarla. Hasta el día anterior solíamos conversar por teléfono, chatear, ‘jugar’ con la webcam, digamos que todo lo que hacen dos personas que se conocen sin saber nada de su pasado, sin estar expuestas a chismes ni habladurías, sin preocuparse por quien los pueda descubrir y sobre todo sin responsabilidades una con la otra. Sin embargo algunas cosas estarían por cambiar aquel día.
La tarde pasaba como si fuese domingo, como si le gustara jugar con mi nerviosismo. Un viento fresco entraba por mi ventana, desde la cual divisaba una que otra persona, pero no a ella. Asustado, intranquilo y bien talqueado, decidí dar marcha atrás, llamarla y decirle que no estaba en mi casa, que tenía clase de recuperación, que tuve que salir con mi mamá, que mi gato se puso mal y estoy en el veterinario, o cualquier otra cosa con la que pueda escapar de ese suplicio, sin embargo reaccioné tarde. Por la esquina doblaba un cuerpo femenino que se acercaba a mi casa.
Nunca invité a un desconocido a casa, salvo para las fiestas de cumpleaños en las que mi mamá era la que realmente invitaba a medio mundo en mi nombre. Nunca llevé a un desconocido y menos una desconocida, mayor de edad, de pantalones ceñidos, con tacos altos para disimular su metro cincuenta y un top que le cubría lo necesario pero no lo suficiente para mantenerme tranquilo. Karen, a diferencia de mí, sabía exactamente para lo que había llegado.
El tiempo y espacio estaban a mi favor, no había nadie en casa. Vernos por primera vez no ocasionó mayor sorpresa en ambos por lo que subimos de frente a mi habitación que estaba impecable, con un orden esmerado y sin polvo por el momento. La conversación no pasaba de “¿Cómo has estado?” “Bien ¿y tú?” “Pues bien, me da gusto conocerte.” “Sí a mi también… ¿Quieres sentarte?” Esta última pregunta fue la del millón, pues no se sentó en una de las dos sillas que tengo en mi cuarto. Caminó hasta mi cama. Yo la seguí y me senté a su lado.
No conversamos mucho, tampoco era importante. El problema estaba en quién daría el primer paso. Fue hasta entonces que entendí en que terminaría ese encuentro. La habitación con seguro, las cortinas previamente cerradas, ambos sentados muy pegados en la cama; era obvio que no íbamos a jugar monopolio esa tarde. Le sugerí, tontamente, que se echara en la cama, que no había problema. “No creo que entremos los dos” me dijo. Le demostré que estaba equivocada y ella me demostró lo salvaje que es para besar. Cuando llegué a comprender lo que pasaba ya era demasiado tarde para detenernos; nos enredamos de tal forma entre las sábanas que se hacía difícil separarnos.
Susurraba, gemía y, vale decir, también fingía, pero no me excitaba. Me parecía que lo que hacia estaba mal, que no debía tener sexo de esa manera, no salvajemente, no con ella, no en mi cama. No podía disfrutar ese momento. Ella por el contrario parecía gustar del chibolo virgen y su inexperiencia, de su torpeza para besar y desenvolverse en una cama, de su poca habilidad para sacar y sacarse la ropa. Dicen que los hombres no pueden fingir, que ese don sólo lo tienen las mujeres para engañar a sus amantes, para hacerlos sentir seres potentes y no ridiculizarlos, o para ponerle emoción a la faena. Pero esa tarde yo fingí. Fingí besar salvajemente a pesar que ya tenía adormecido los labios, fingí que me excitaba las palabras que me decía al oído y que me encantaba escucharla gemir; y fingí, sin saber hasta hoy si lo hice bien, una cara placer.
Todo tiene su fin, en este caso tenía que consumarse, pero yo me palteaba comprar una cajita de condones. No me quedó otra opción que romper el momento y negarme a pesar que ese pequeño detalle –la ausencia de condones – a ella no le importaba. Nos quedamos echados en la cama, como hermanitos, la habitación estaba oscura, una raya de luz del poste entraba por el filo de las cortinas e iluminaba parte de la cama. “A los 14 con mi primo. Compramos una chata de ron y vimos unas pornos. No pude resistir la tentación, tú sabes que la carne es débil”, me contestó cuando le pregunté acerca de su primera vez. Desde entonces ha perdido la cuenta. Sabe con cuantos lo ha hecho, pero no sabe cuántas veces lo ha hecho. Todo eso le ha permitido que conozca nuevas técnicas en el arte del calentamiento corporal que pronto me las ira enseñando, me prometió.
Nos quedamos en silencio un rato.
De pronto ella prendió la radio que tenía sobre mi mesa de noche. “…ya que el amor de música ligera, nada nos libra, nada mas queda…” Entonces empezamos de nuevo sin pensar en ‘pequeños detalles’.
De pronto ella prendió la radio que tenía sobre mi mesa de noche. “…ya que el amor de música ligera, nada nos libra, nada mas queda…” Entonces empezamos de nuevo sin pensar en ‘pequeños detalles’.